22.9.13

Crítica de Fernando Pujato (Revista Deodoro)

Las formas del amar

Recientemente estrenada, Amar es bendito, es el filme dirigido por
la cordobesa Liliana Paolinelli. Con actuaciones de Mara Santucho,
Claudia Cantero y Carolina Solari, entre otros, la película pone en
cuestión a la libertad en relación al amor y la infidelidad.


Fernando Pujato*

Hace poco tiempo atrás un filme portugués
conmovía por su sensibilidad al momento
de poner en escena un tránsito hacia la muerte.
Poco importaba el sexo, el género, o como
quiera que se le llame, de quien sólo veía un
horizonte de finitud casi inmediato, porque
el filme de João Pedro Rodrigues pese a ser un
pequeño mundo cerrado sobre sí mismo, o quizá
precisamente a causa de esto, no sólo ampliaba
nuestra mirada acerca de las relaciones
humanas sino también despojaba de cualquier
connotación sexista, de género, o como quiera
que se le llame, a una elección de vida y a una
decisión de muerte. No había travestis o gays
o prostitutas o cualquier otra denominación
por fuera de los parámetros de la “naturaleza”
humana en Morir como un hombre, sólo
había personas tratando de arreglárselas con
situaciones azarosas y no tanto. Y también
canciones.
La canción que cierra el filme de Paolinelli, Lo
pasado pasó, de Willie Colón interpretada por
el Negro Videla, puede o no corresponder con
ese final abierto, con esa figura en medio de
la nada asombrada por su situación, mirando
vaya a saber dónde, vaya a saber qué, tal vez
preguntándose qué ha sucedido para terminar
sola luego de no haberlo estado nunca, al menos
en el último tramo de su vida, en los últimos
meses de una vida vivida siempre junto otros.
Pero esa canción, al igual que la que canta
Tonia en el final de Morir como un hombre,
es un gesto de despedida, un hacer decir por
fuera de cualquier explicación psicológica
o sociológica, aquí estoy y ya no estoy más,
aquí estaba y ya no sé dónde estaré. Esto es,
en definitiva, lo que pone en escena Amar es
bendito, un recorrido acotado en los estrechos
límites de una condición sexual –por lo tanto
social y cultural– que seguramente ha sido
una elección difícil o no, que probablemente
conlleve algún que otro problema al momento
de vivirla plenamente, y que quizá sea, como
cualquier decisión por adoptar cualquier tipo de
vida, el deambular un tanto erráticamente entre
aquello que se tiene porque se lo desea y aquello
que se desea porque no se lo tiene; un acuerdo
siempre provisorio, un acuerdo siempre por
acordar. Y esto, por supuesto, es un problema,
no tanto las soluciones que se encuentren o
las salidas que se proponen o las decisiones
que se tomen para terminar con una relación
de pareja o continuarla bajo otras formas, sino
más bien porque siempre, casi siempre, alguien
debe ceder, alguien debe cambiar, y todos
pueden sufrir; en la fragilidad de aquello que
llamamos amor existe una condición ineludible:
precisamente su fragilidad.
No es otra cosa lo que el filme pone en escena
cuando Mecha le confiesa a Ofelia que tiene
una amante desde hace varios meses y le resulta
imposible decidir una ruptura definitiva para
con cualquiera de las involucradas en esta
relación, el engaño para con una, para con
Ofelia, ha dejado de serlo desde el momento
en que se lo confiesa públicamente; la realidad
ha cambiado, la provisionalidad sigue allí. No
lo es tampoco cuando Ofelia decide buscar un
amante que encuentra en un género ajeno a
su universo inmediato y que se inmiscuye en
un triángulo amoroso desde otro lugar, desde
el lugar del macho, ese lugar horrible al que
parecemos estar destinados desde el inicio
de la humanidad por más ingentes esfuerzos
que realicemos por parecer mejores; y Mario
no nos ayuda mucho, por cierto. Y mucho
menos es otra cosa al momento en que los
cuatro, emprenden un camino absolutamente
desconocido, sin ningún plan alternativo con
el cual contar, sin ningún horizonte a la vista
con el cual imaginar otro presente que este
estado de delicadeza a punto de resquebrajarse.
Y se resquebraja, por supuesto. No tanto por la
irrupción del elemento masculino que al fin y al
cabo no hace otra cosa que aprovecharse de esta
situación y tener sexo con los tres elementos
femeninos –pero no al mismo tiempo ¡pobre
Mario!– y robar el dinero ahorrado por Mecha y
secuestrar a Ana Laura y dejarla sola en el medio
de la noche y desaparecer del filme como se lo
merece: sin dejar huellas en las tres víctimas
que sólo lo han sido por un momento. No tanto
porque Ana Laura y Ofelia se enamoren, o algo
por el estilo, e intenten continuar con un juego
misterioso que ha dejado de serlo al momento
en que todas conocen el misterio. Y no tanto, en
definitiva, porque Mecha finalmente se va, toma
sus valijas y parte hacia ningún lugar; adiós a
todo aquello.
Se pueden invocar causas acerca del porqué
de este derrumbe, aplicar la sociología, la
psicología, trazar un mapa moral, interpretar,
sobreinterpretar, concluir. Se puede, por
supuesto, pero nada de todo esto se encuentra
en un filme cuya liviandad soslaya cualquier
intento de encerrar las conductas de sus
personajes en un muestreo, en un test, en una
sentencia o en una explicación, un filme que
no devela más de lo que muestra pero al mismo
tiempo, no tan paradojalmente, muestra lo
no tan develado para algunos: el mundo está
constituido por personas y no por categorías
de sexo y edad. Esto muy probablemente
sea un lugar común pero si el cine continúa
batallando todavía contra los prejuicios,
contra los juicios, de cualquier tipo, es porque
seguramente aún no es un lugar común sino
una manera determinada de situarse en este
mundo, y si hace más de cincuenta años Joe
Brown, en el maravilloso final de Una Eva y
dos Adanes, de Billy Wilder, le contesta a Jack
Lemmon disfrazado de mujer y ofuscado porque
Brown parece no entender el engaño, “bueno,
nadie es perfecto”, es porque esta batalla no
ha comenzado ahora y tal vez nunca termine.
Quizá batalla, o lucha, o lo que es aún más serio,
guerra, resulten términos un tanto pesados
para anteponerlos a la palabra cine, y ponerlos
a continuación no mejora precisamente la idea
de que existe algo así como una confrontación
contra poderes milenarios que se resuelve en
una pantalla pero que prosigue fuera de ella
hasta el próximo filme. En cualquier caso Amar
es bendito no milita a favor o en contra de
esto o aquello, no se regodea en las miserias o
desencantos de sus personajes, no manipula
con la música, ni con primeros planos, ni con
escenas bellas o violentas o crueles, y lo que
resulta aún más importante, no juzga.
Seguramente hay otras maneras de situarse
frente al filme de Paolinelli, otras formas de
abordarlo, otras ideas por destacar. Se puede
hablar de las actuaciones, que tienen un tono
justo y parejo, sin guiños faciales ni gestos
ampulosos, de la circulación de las palabras
que son tan importantes como la postura física
de los personajes, del registro cuidadoso y
prolijo, de los dos carteles que funcionan como
elipsis temporales pero que son absolutamente
prescindibles, y de que no era necesario que
la pobre Ana Laura sea atropellada por una
bicicleta segundos después de que Mario la
arrojara del auto –aunque estas dos últimas
objeciones tengan más que ver con una obsesión
crítica detallista que con el filme en su conjunto.
Y si este, el filme, nos divierte y a la vez permite
que reflexionemos acerca de aquello que
estamos viendo, y si nos sorprende, y si nos
respeta como espectadores, tal vez los carteles y
el accidente no sean más importantes que unos
separadores escritos con letras negras y una
colisión sin mayores consecuencias. Todavía
no sabemos qué es el amor, y mucho menos si
puede ser bendito. Acaso seguimos en procura
de entender las formas que adopta a través de
las formas del cine.
*Crítico de cine

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